lunes, 5 de agosto de 2013

Indignidad

En una ciudad como ésta en la que vivo —un enorme vecindario, por mucho que legalmente sea ya una gran ciudad— resulta muy sencillo encontrarse con conocidos en las más variopintas circunstancias, de modo que la discreción provinciana está a la orden del día. Por eso, cuando alguno de nuestros conocidos protagoniza un suceso más o menos llamativo, nos afecta de una manera más cercana. ¿Qué decir cuando ese suceso nos concierne directamente?

Hace unos días me sucedió algo sin apenas trascendencia con alguien conocido, con quien apenas mantengo una mera relación de vecindad. Pero es por esta última circunstancia por la que me conmovió lo ocurrido, pues uno no espera que entre quienes forman parte de su círculo de vecinos tengan un comportamiento tan rastrero.
Pasábamos mi esposa y yo el día en la piscina, buscando el relax al tiempo que la sombra. Dado lo que apretaba el calor, nos acercamos a la barra de la cafetería del recinto y solicitamos sendos cremosos cafés helados de los que comercializa ahora una conocidísima marca suiza. La joven camarera sirvió el primero en un vaso de plástico cubierto por una cúpula igualmente transparente con un agujero en el centro para permitir el uso de loa cucharilla, lo depositó sobre el tablero y se alejó de nosotros para servir el otro. Mientras tanto, un grupo de tres o cuatro mujeres ya entradas en años se fue apoderando del mostrador —arrinconándonos a nosotros— mediante sibilinos codazos aderezados  con altisonante verborrea. No sin sorpresa, una de ellas cogió el vaso ya servido —“¿Y esto qué es?”— y lo fue inclinando para acertar a averiguar lo tenía en la mano hasta que derramó parte de su contenido, pese a que sus compañeras de jolgorio trataban de advertirla de lo que estaba sucediendo.
Tarde, se percató de su “hazaña” y depositó el vaso sobre el tablero. Con la valentía propia del caso, argumentó: “Decimos que ha sido la chica”. Si hasta entonces yo había permanecido mudo, no pude resistirme más y le afeé su conducta: “Pero el caso es que todos hemos visto que ha sido usted”. No mencioné que había cogido el vaso que me habían servido, ni siquiera que derramara algo del helado, sino que tratara de responsabilizar de lo ocurrido a la camarera que, atónita, asistía a lo ocurrido desde el fondo de la barra. Evidentemente, la “señora” no se esperaba que alguien desmontase públicamente su torpe defensa y, por un momento, calló asombrada. Fue en ese instante cuando me debió reconocer, pero al comprobar  por mi gesto que no cedía en mi desaprobación reaccionó con la soberbia propia de quien sin serlo se cree más que los demás: “No se preocupe, que ya lo pago yo”, dijo con cara displicente mientras retiraba el vaso hacia un lado y exigió a la muchacha que me sirviera otro. Mientras abonaba mis consumiciones aún se atrevió a buscar el apoyo de sus acompañantes declarando en voz alta: “¡Qué falta de educación! ¡Vaya grosería!”.
Efectivamente, tal es la educación de la que hacen gala algunas personas que —siquiera por motivos generacionales— son responsables de la formación de los nuevos ciudadanos más jóvenes: los que les enseñan que sólo tienen derechos, que se puede descargar nuestras culpas sobre el débil, que quien trabaja para nosotros merece nuestro desprecio, que la mentira es un argumento lícito… Personas como éstas deberían recordar que no es cuestión de cuna o posición social, que labramos nuestra dignidad con cada uno de nuestros actos.