Hubo un tiempo en que la venta a domicilio era una práctica común y, al
parecer, provechosa. Eran muchos los productos que se ofertaban de
puerta en puerta, aunque sin duda en la memoria colectiva ha quedado
marcada a fuego la imagen del vendedor de libros. Aunque podían brindar
exquisitas colecciones literarias a módico precio o suscripciones a
tentadores clubes, generalmente ofrecían enciclopedias universales para
facilitar la formación de nuestros hijos o decorar la librería del
salón, diccionarios enciclopédicos que nos resolverían dudas jamás planteadas,
obras magníficamente editadas que reunían todo el saber necesario en sus
numerosos volúmenes: arte, geografía, biología, civilizaciones,
medicina, derecho…, en ocasiones complementadas con una provechosa olla a
presión, una manta eléctrica o un recargado juego de café. Su
abundancia y persistencia —acaso solo comparable a la de los
predicadores de determinadas sociedades bíblicas— los hizo incluso
protagonistas de gracietas y chascarrillos.