jueves, 6 de agosto de 2015

De vuelta

No es un secreto que lo mío no es el deporte, y a cierta edad es difícil que uno cambie. Sin embargo, cuando llega el buen tiempo a Burgos —y mientras dura— suelo aprovechar para colocarme la bici entre las piernas y dar alguna que otra pedalada por los alrededores. En busca de endorfinas que me alegren la jornada, voy en bicicleta a trabajar, atravesando el bosquecillo urbano de la Quinta, un placer que a buen seguro más de uno envidiará. El regreso es igualmente confortante, aunque a esas horas —poco después de las tres de la tarde— el calor resulte especialmente molesto en algunos tramos del recorrido.


Éste transcurre casi en su totalidad por un carril bici con diferentes facturas, señalización deficiente y no muy bien conservado: marcas de ‘ceda el paso’ donde no debería haberlas, baches con agua cuando nos visita alguna tormenta, ramas con hojarasca que nadie se ocupa de retirar… Aunque peor aún es el comportamiento de algunas personas que, dedicadas a su particular cruzada contra la bicicleta en la ciudad —lo que fomentan tanto los gestores políticos que no se dignan a redactar una norma definitiva como los energúmenos que practican el ciclismo, que los hay—, no ofrecen ninguna facilidad para el empleo de nuestro vehículo. Hace un par de días tuve que detenerme innecesariamente en un paso de peatones porque una joven esperaba pacientemente ante él… a que su mascota —me niego a considerar que eso fuese un perro—hiciese sus necesidades. Por si no fuera suficiente,  al incorporarme en otro punto al carril tuve que sortear a una pareja que lo invadía en pleno cruce, además de esquivar  a un grupo de patinadores que circulaban en dirección contraria y soportar las recriminaciones del conductor de un automóvil que no debió acudir a la autoescuela el día que explicaron el significado de la señalización horizontal de paso para ciclistas allí donde tenemos preferencia…

Ciclistas en la #VueltaBurgos 2015 rodeando la estatua del Cid
© Carla Ibáñez @carlaiba


La de ayer fue en cambio una fecha  especial.  Justo al día siguiente de que una anciana falleciese al ser arrollada por un ciclista que se dio a la fuga tras detenerse para comprobar lo que había sucedido, se disputó la segunda etapa de la Vuelta Ciclista a Burgos de este año, una contrarreloj por equipos que discurría sobre un circuito netamente urbano, con ascenso al castillo incluido. La ciudad estaba rendida: mientras la Policía Local informaba de las limitaciones mediante un mapa interactivo, la Biblioteca Municipal animaba a indagar entre sus fondos para saber más sobre bicicletas y ciclismo.


Fuera por el calor reinante o por el cierre al tráfico del cogollo urbano, lo cierto es que cuando salí del trabajo prácticamente no se veía un alma. Solo sobre el sillín, apenas oía el ruido de la cadena deslizándose sobre los piñones. Agarrando con firmeza el manillar, gané impulso alzándome sobre los pedales y aproveché lo llano del terreno para ir ampliando los desarrollos y ganar velocidad. Al llegar junto al convento de San José continué mi marcha mientras observaba de reojo a los equipos participantes en la Vuelta realizando sus últimos preparativos en la explanada que se extiende ante el monasterio teresiano. Al frente, un colorido poblado nómada albergaba —con sus carpas, tenderetes y banderolas— el punto de partida para la prueba deportiva. El cálido viento me azotaba el rostro cargado con las notas de la música que completaba el ambiente festivo y la cháchara del speaker.

Como siempre, al aproximarme al Complejo de la Evolución Humana giré a la izquierda para buscar el último tramo de carril bici en el flamante bulevar que no hace mucho reemplazó el trazado ferroviario. De pronto, con la calle absolutamente despejada de vehículos ante mí, percibí sobre mi cogote la presión de alguien que me perseguía. Sin dejar de imprimir velocidad a las bielas, alcé la vista sobre mi hombro izquierdo para descubrir que aprovechaba mi rebufo un ciclista de malla oscura y casco aerodinámico. Por un momento, me sentí como el escapado al que pretenden dar caza en el sprint final. Hacia el final de la calle, una valla atravesada se antojaba la meta que debía rebasar, más cercana cada vez que daba un golpe de pedal. Sin tiempo para reaccionar, sólo confiaba en llegar primero a la barrera.

Cuando mi perseguidor me tenía a su alcance, con su radial delantera paralela a la trasera de mi bicicleta, se inclinó cerrándose sobre su izquierda, se despegó de mí y desapareció raudo por una bocacalle igualmente silenciosa, otorgándome así el triunfo en la improvisada carrera mientras él se alejaba en su última galopada de comprobación antes de encarar el recorrido oficial de la etapa.

Una victoria ilusoria para mi palmarés de mano de la imaginación.

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