Desde mi humilde posición como simple consumidor de información, personalmente me decanto por la postura de profesionales del periodismo como Miguel Ángel Quintana Paz, defensor en un hilo de tuits del derecho a saber que el terrorismo es sangriento y sobrecogedor “y a verlo para saber que desearía no tener que verlo", o Aner Gondra, quien denuncia la auténtica razón que impulsa a quienes se niegan incluso a su publicación en los medios: “No queremos que se guarden las fotos para no dañar a las víctimas. Queremos que nos las quiten de los ojos porque nos duelen a nosotros.”
Seré breve y claro: como profesor de Deontología periodística, estoy a favor de que se vean imágenes de los atentados terroristas.— Miguel Á QuintanaPaz (@quintanapaz) 17 de agosto de 2017
Un día jodido. Con sensaciones enfrentadas y dilemas. Esta es una opinión. En caliente y contra corriente. pic.twitter.com/oTGiCeipFv— aner gondra (@AnerGondra) August 18, 2017
Como bien apunta Rosario
G. Gómez:
Conjugar el deber de informar y el derecho de las víctimas a su privacidad es una de las ecuaciones más complejas en tiempos en los que las imágenes circulan a toda velocidad y sin frenos por las redes sociales. Solo el periodismo puede dirigir este frenético tráfico.
Con todo respeto hacia quienes defienden otro punto de vista, creo que hurtar a la ciudadanía la crudeza de la muerte sólo nos hace más débiles aún. Nunca debemos olvidar que la muerte forma parte de la vida y que el tránsito puede ser sumamente cruel. La vida no es como queremos que sea; la vida es como es. Y los
periodistas deben contar lo que ocurre; son los novelistas quienes
fabulan. Como acertadamente se pregunta Iñaki Gil,
La fotografía tomada por Marcela Miret y firmada por David Armengou —quienes no son fotoperiodistas profesionales— que distribuyó la Agencia EFE ilustró la portada de numerosos periódicos nacionales, convirtiéndose así en la imagen por excelencia de tan luctuosa noticia. Una elección realizada por profesionales del periodismo que supieron valorar virtudes como la oportunidad, la capacidad informativa y la intensidad emocional de un respetuoso plano general.
Aspecto muy distinto de esta cuestión es la conveniencia y oportunidad de difundir según qué imágenes por las redes sociales. Más allá de que para muchos ciudadanos fue Twitter el canal por el que tuvo conocimiento del atentado en la Rambla, quienes pasamos muchas horas pendientes del último detalle sobre lo ocurrido experimentamos simultáneamente diferentes sensaciones: sorpresa ante la agilidad y rapidez con la que se difunde la información por este medio, en el que son múltiples los emisores y aún más los repetidores —superando con creces a los medios tradicionales, para los que incluso se convierte en fuente—; alivio por la sensatez de algunos frente a los bobalicones empeñados en creerse y hacernos creer rumores insensatos y bulos sin fundamento; y, finalmente, indignación ante la estulticia de otros, esforzados por obtener un rédito rápido a su exposición pública, ya sea alcanzando una efímera notoriedad en esta red social, buscando objetivos políticos de mayor calado o recurriendo a bots que convierten en superhéroe a #UnTaxistaMarroquí o pueblan Barcelona de inmigrantes canarios:
Las redes sociales en Internet —y muy particularmente Twitter o WhatsApp— magnifican hasta extremos hace poco tiempo impensables actitudes, comportamientos y reacciones. Son nuevas herramientas de comunicación en las que el contraste y el debate forman parte del mensaje, alejándose de los cánones tradicionalmente aceptados, aunque en no pocas ocasiones se echa en falta ese tiempo para la reflexión que la urgencia apasionada hurta a la sensatez. La inoportuna suma de factores como la prostitución del periodismo de opinión —que en demasiadas ocasiones se alza sobre la información— y la falacia del periodismo ciudadano han generado la extraña sensación de que todo vale, cualquiera que sea nuestra capacidad de análisis.
Pese a que las fuerzas de seguridad reiteraron machaconamente el ruego de que no se difundieran por las redes imágenes del atentado —ni, por supuesto, de la consecuente actividad policial—, todos tuvimos oportunidad de ver retransmisiones en directo de los mossos desplazándose por las callejuelas próximas a la Boquería —e incluso en el interior mismo del mercado— o de las víctimas desplomadas sobre el suelo de la Rambla, vídeos replicados insistentemente por las televisiones ad nauseam. Éste sí que me parece un comportamiento moralmente reprobable, más próximo a la curiosidad malsana de consecuencias imprevisibles o al simple morbo, carente de sensibilidad hacia los afectados y sus familiares, además de una gran irresponsabilidad ante el riesgo de los cuerpos de seguridad.
¿Por qué hay que sustraer al lector esa visión? ¿En nombre de qué principios? ¿Quién es el árbitro de lo admisible y del mal gusto? Yo defiendo que más allá de lo establecido por el Código Penal y de la contención para no añadir sufrimiento a las víctimas, no debe de haber límites.No han sido pocas las ocasiones en que una imagen nos ha ayudado a sacudir la indiferencia que nos inmovilizaba. Si la cobarde corrección que algunos pretenden imponer hubiese existido entonces, nunca nos habríamos acercado al dolor de Phan Thị Kim Phúc —aquella niña del napalm que corría desnuda tratando de huir del bombardeo norteamericano en Vietnam— o al de Irene Villa —cuya ensangrentada imagen con las piernas seccionadas a los doce años por una bomba de ETA supuso un aldabonazo fundamental sobre la conciencia de la sociedad española, que no se escandalizaba por las fotografías de los cadáveres con los que los etarras sembraban nuestras calles—, ni el pequeño Aylan Kurdi —sobre quien volveré más adelante— se habría convertido muy a su pesar en símbolo para los bienpensantes tras fallecer en las costas de Turquía.
La fotografía tomada por Marcela Miret y firmada por David Armengou —quienes no son fotoperiodistas profesionales— que distribuyó la Agencia EFE ilustró la portada de numerosos periódicos nacionales, convirtiéndose así en la imagen por excelencia de tan luctuosa noticia. Una elección realizada por profesionales del periodismo que supieron valorar virtudes como la oportunidad, la capacidad informativa y la intensidad emocional de un respetuoso plano general.
Aspecto muy distinto de esta cuestión es la conveniencia y oportunidad de difundir según qué imágenes por las redes sociales. Más allá de que para muchos ciudadanos fue Twitter el canal por el que tuvo conocimiento del atentado en la Rambla, quienes pasamos muchas horas pendientes del último detalle sobre lo ocurrido experimentamos simultáneamente diferentes sensaciones: sorpresa ante la agilidad y rapidez con la que se difunde la información por este medio, en el que son múltiples los emisores y aún más los repetidores —superando con creces a los medios tradicionales, para los que incluso se convierte en fuente—; alivio por la sensatez de algunos frente a los bobalicones empeñados en creerse y hacernos creer rumores insensatos y bulos sin fundamento; y, finalmente, indignación ante la estulticia de otros, esforzados por obtener un rédito rápido a su exposición pública, ya sea alcanzando una efímera notoriedad en esta red social, buscando objetivos políticos de mayor calado o recurriendo a bots que convierten en superhéroe a #UnTaxistaMarroquí o pueblan Barcelona de inmigrantes canarios:
¿Falta la madre de alguien? "PREGUNTO" #UnTaxistaMarroquí pic.twitter.com/OZn3AHHDDW— ANONYMOUS (@_RealAnonymous) 18 de agosto de 2017
— GM (@Unosolosoy) 23 de agosto de 2017
Las redes sociales en Internet —y muy particularmente Twitter o WhatsApp— magnifican hasta extremos hace poco tiempo impensables actitudes, comportamientos y reacciones. Son nuevas herramientas de comunicación en las que el contraste y el debate forman parte del mensaje, alejándose de los cánones tradicionalmente aceptados, aunque en no pocas ocasiones se echa en falta ese tiempo para la reflexión que la urgencia apasionada hurta a la sensatez. La inoportuna suma de factores como la prostitución del periodismo de opinión —que en demasiadas ocasiones se alza sobre la información— y la falacia del periodismo ciudadano han generado la extraña sensación de que todo vale, cualquiera que sea nuestra capacidad de análisis.
Pese a que las fuerzas de seguridad reiteraron machaconamente el ruego de que no se difundieran por las redes imágenes del atentado —ni, por supuesto, de la consecuente actividad policial—, todos tuvimos oportunidad de ver retransmisiones en directo de los mossos desplazándose por las callejuelas próximas a la Boquería —e incluso en el interior mismo del mercado— o de las víctimas desplomadas sobre el suelo de la Rambla, vídeos replicados insistentemente por las televisiones ad nauseam. Éste sí que me parece un comportamiento moralmente reprobable, más próximo a la curiosidad malsana de consecuencias imprevisibles o al simple morbo, carente de sensibilidad hacia los afectados y sus familiares, además de una gran irresponsabilidad ante el riesgo de los cuerpos de seguridad.
Es cierto que en muchas ocasiones el pixelado de la imagen es una herramienta muy útil para la protección de la intimidad cuando resulta imprescindible la difusión de una fotografía periodística por su componente informativo. Sin embargo, en muchas ocasiones se ha abusado de esta práctica hasta el ridículo, y el atentado en la Rambla ha sido una de ellas.
Mientras su padre viajaba a Barcelona desde Australia, el abuelo de Julian A. Cadman difundió por Facebook una fotografía de su pequeño nieto, implorando ayuda para su localización. Esa imagen fue empleada por la Asociación Sosdesaparecidos en su alerta y replicada por numerosos servicios de emergencias en seguridad y medios informativos. Sin embargo, uno de los más importantes optó por pixelar el rostro del menor, lo que provocó la respuesta molesta de más de un tuitero. La decisión fue rápidamente cuestionada por los ciudadanos que sargumentaron con toda lógica la pertinencia de difundir esa fotografía con el noble propósito de identificarlo entre las víctimas.
Alguien me explica cómo vamos a encontrar a un niño pixelado? De políticamente correctos, somos ridículos. pic.twitter.com/faBaF8FQiw— Diana López (@DianaLovar) 18 de agosto de 2017
Los caprichos del destino hicieron que mientras se reclamaba esa ayuda el cadáver apareciese en la famosa foto tan utilizada por la prensa diaria para sus portadas del 18 de agosto y no fueran pocos quienes acusaron de hipocresía a quienes se oponían a la difusión de la imagen de su cadáver después de haber aireado la de Aylan por todo el mundo.
El broche a este asunto se cerró el 21 de agosto, tras la muerte del supuesto conductor de la furgoneta que asoló la Rambla, Younes Abouyaaquoub, cuyo rostro ensangrentado e inerte ilustró innecesariamente la información sobre el suceso en un medio digital. Totalmente prescindible, tal fotografía debió permanecer inédita, no tanto quizá en nombre de la pretendida intimidad del retratado como de su nulo valor periodístico. ¿O su propósito estaba más cerca de la provocación de determinados sentimientos en el receptor de la noticia?
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