Últimamente en Burgos estamos que no nos lo creemos. Tras el tremendo fiasco de la candidatura a la Capitalidad Cultural de Europa para el año 2016, cuyo proyecto ilusionó a la mayor parte de los ciudadanos, a pesar de la gran cantidad de palabrería hueca que engordaba sus dos centenares de páginas, parecía innegable que la energía generada debía en todo caso aprovecharse en beneficio de la ciudad. Vino así, después, el empeño inversor en citymarketing, del que apenas hemos obtenido una imagen corporativa para la ciudad que, dadas las críticas suscitadas y su más que escaso uso, parece avergonzar a quienes deberían impulsar su empleo. Tanto es así que parecíamos resignarnos de nuevo a que nuestra ciudad permaneciera perennemente ligada a la arquitectura gótica de la Catedral y el cidiano sepulcro que alberga, pese a algunos esfuerzos puntuales y en gran medida ajenos a la iniciativa institucional burgalesa.