La fecha en que escribo esta entrada se cumplen veinticinco
años desde que la Wold Wide Web —desarrollada por Tim Berners-Lee mediante la
confluencia del lenguaje HTML, las direcciones conocidas como URL y el
protocolo de transferencia de hipertextos HTTP— se convirtió en una realidad global. Y sólo un día antes celebré mi
aniversario personal, un cumpleaños con alguna que otra vela más.
¿Qué tienen en común ambos eventos? Realmente nada, salvo que su casi coincidencia da pie para reflexionar. No hace aún tantos años —desde luego, yo ya había nacido— era común felicitar el cumpleaños a los amigos y, sobre todo, a los familiares que vivían alejados enviándoles unas letras escritas, al menos una tarjeta, cuando no una carta más extensa, porque se aprovechaba esa circunstancia para transmitir noticia de lo más importante que nos había ocurrido desde la última vez que habíamos hecho lo propio (tal vez en Navidad o incluso el año anterior). Con el paso del tiempo y el avance tecnológico —que trajo, además, cierto abaratamiento de determinados servicios—, el cuerpo de Correos se vio aliviado de tamaño trajín, pues las felicitaciones pasaron a realizarse por vía telefónica, añadiendo a la inmediatez y el contacto en tiempo real plus de escuchar la voz del interlocutor. El día en que una familia celebraba el cumpleaños de alguno de sus miembros, el teléfono domiciliario no paraba de sonar y nadie se inmutaba salvo que festejado, que inexorablemente debía atender siempre al reclamo del aparato porque sin duda las llamadas “eran para él”.
Ayer viví una experiencia muy similar, aunque no recibí ni
una sola llamada en el teléfono de mi casa. Sin embargo, el móvil no paró de
sonar en todo el día. Y no porque tuviese que mantener muchas conversaciones,
más allá de algunas con familiares directos. Fueron otras herramientas las
que lo mantuvieron constantemente en alerta, frenéticamente activo sobre todo durante
las primeras horas del día, cuando distintas aplicaciones advertían a mis
conocidos de la humilde efemérides que conmemoraba. Es verdad que cierto número
de felicitaciones me llegaron por correo electrónico, lo que puede considerarse
una especie de remedo de la antigua correspondencia escrita. Pero, al margen de
la tecnología empleada —nada comparable a la felicitación manuscrita—, lo que
caracterizó dichos correos fue que absolutamente todos fueron enviados por
compañeros con los que comparto afanes laborales en la misma empresa aunque no
destino. Es decir, que utilizamos el canal corporativo propio del quehacer
profesional diario; incluso se produjo el caso concreto de que mi más alto superior
empleó este mismo canal mediante un sistema programado que viene a sustituir a
aquellas eficientes secretarias de dirección que tan amablemente rubricaban de manera
despersonalizada la tarjeta que se enviaba en estos casos a clientes y
empleados.
Fueron las aplicaciones móviles de LinkedIn, Facebook y
Twitter las que ayer calentaron la batería de mi Smartphone. Mientras la
herramienta de microblogging fue
utilizada para felicitarme por algunos de los amigos más cercanos —que
emplearon preferentemente el formato de mensaje directo, salvo algunos que
alertaron a las amistades comunes mediante tuits ordinarios—, la mayoría de las felicitaciones
me llegaron a través de Facebook, fundamentalmente a mi muro, aunque algunos
hicieron uso del servicio de mensajería de esta red social. En este caso, los
mensajes de felicitación procedían de un abanico muy variado de contactos: compañeros
de correrías universitarias —a los que incluso no he vuelto a ver en persona
desde… entonces—, amigos con los que compartí y comparto aficiones y sentimientos,
colegas de profesión e incluso algunos con los que la única relación real que
mantengo se deriva de que en un momento determinado acepté la propuesta de
amistad enviada a través de la plataforma. En cuanto a LinkedIn, lo ocurrido
resulta aún más significativo. Salvo en
un único caso —por otra parte, de alguien que después reiteró su congratulación a
través de Facebook—, las felicitaciones llegadas a través de esta plataforma
laboral fueron todas de personas con las que únicamente me une el nicho de
trabajo, pero a las que ni siquiera conozco personalmente (porque, de hacerlo,
deduzco que habrían utilizado cualquiera de los otros canales).
Evidentemente, esto ha ocurrido por la confluencia de
diferentes factores. El primero de todos, la universalización de la
comunicación inmediata a través de Internet, algo que sólo fue posible tras el
desarrollo de la web —de ahí mi referencia a su aniversario al comienzo de este
texto—, que ha dado origen a una forma distinta de concebir la comunicación
personal. Indudablemente, de otro de los factores soy plenamente responsable,
pues esto no habría ocurrido si hubiese utilizado los procedimientos de privacidad
de las redes sociales para ocultar la fecha de mi cumpleaños. Un tercero —ligado
con el anterior— es la automatización de las alertas: ¿quién no espera que sean
las herramientas sociales las que nos adviertan de manera programada de los aniversarios
de nuestros contactos?
Sin embargo, cualquiera de estos factores no le restan valor
a esas felicitaciones. Salvo tal vez algún caso concreto, de alguien que haya
automatizado este tipo de mensajes, todos cuantos me felicitaron me tuvieron
presente siquiera un instante para escribir unas amables palabras. Quizá hoy se requiera menos esfuerzo que antaño para
realizar este cortés gesto, pero eso no le resta valor y tales saludos, aunque
fueran breves, no merecen sino mi reconocimiento. Y como responder de manera
personal a todos y cada uno es tarea prolija, aquí van estas líneas con todo mi
agradecimiento.
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