Convencido de que el cine ya era hacía tiempo en color —incluso hay quien habla del cine en 3-D y otras técnicas más atmosféricas—, la última vez que estuve en una sala de proyecciones me asaltaron muchas dudas al respecto: nada menos que dos títulos hacían referencia a películas en blanco y negro. ¿Es la crisis o una moda? ¿Se trata de un recurso narrativo y escenográfico o una boutade a lo vintage?
La primera película cinematográfica rodada en color de la que se tiene conocimiento lo fue en 1902 por el británico Edward Raymond Turner, quien había patentado su sistema tres años antes. Sin embargo, y obviando primitivas técnicas de pintado, tintado y filtrado, habrá que esperar hasta 1917 para la producción de la primera película comercial rodada íntegramente en color, The Gulf Between. No será hasta 1932 cuando se estrene la primera película en tricromía, el cortometraje de animación Flores y árboles [Flowers and trees], que supuso el lanzamiento de la filmografía en Technicolor, si bien el primer largometraje con personajes humanos, La feria de las vanidades [Becky Sharp] no se proyectó hasta 1935. El éxito de títulos como Blancanieves y los siete enanitos [Snow White and the Seven Dwarfs, 1937] o Lo que el viento se llevó [Gone with the Wind, 1939] no puso fin al reinado de la cinematografía en blanco y negro, que no obstante fue languideciendo lentamente ante la vistosidad del color hasta su práctica desaparición.
Siendo más barata que la filmación en color, el blanco y negro ha sido un recurso que, empleado en algunas cintas con cierta habilidad, ha dotado a sus títulos de una áurea con cierto brillo intelectualoide, propio del llamado “cine independiente”. Tal es el caso de Extraños en el paraíso [Stranger than Paradise, 1984] o Bajo el peso de la ley [Down by law, 1986], que abrieron la senda más tarde seguida por Clerks [1994] —un gran éxito juvenil de taquilla convertida en obra de culto— y la plural reciente Café y cigarrillos [Coffe & Cigarettes, 2003], película firmada por Jim Jarmusch, igual que el peculiar western Dead Man [1995]. Como no podía ser de otra forma, el moderno cine negro —en muchos casos estéticamente deudor de cintas ya clásicas— nos ha dejado algunos títulos en los que los contrastes y los grises juegan su papel a la hora de crear una atmósfera de suspense; al menos eso es lo que pretenden Francis Ford Coppola en La ley de la calle [Rumble Fish, 1983] o los hermanos Coen en su peculiar aventura detectivesca El hombre que nunca estuvo allí [The Man Who Wasn't There, 2001]. Mientras tanto, George Clooney combina en Buenas noches y buena suerte [Good Night, and Good Luck, 2005] —centrada en la actuación del senador McCarthy durante los años 50 del pasado siglo— la tensión del drama político con un pretendido verismo. Éste último es uno de los usos más redundantes de la filmografía en blanco y negro: proporcionar credibilidad a las ficciones cinematográficas, de modo que puedan llegar a confundirse con cierto tipo de documentales dramáticos, como sucede con La cinta blanca [Das weisse Band, 2009]. Tal falseamiento de la realidad puede derivar en una truculencia atroz como la que la crítica detectara en Ocurrió cerca de su casa [C'est arrivé près de chez vous, 1992] o, más próximamente, en el cruel relato de la guerra chino-japonesa que resulta ser Ciudad de vida y muerte [Nanjing! Nanjing!, 2009].
El empleo del blanco y negro ha servido en algunas ocasiones para reforzar determinados rasgos de los personajes principales de la cinta en cuestión. Así, el épico protagonista de Toro salvaje [Raging Bull, 1980] destaca aún más sobre la podredumbre que le rodea, mientras que ese mismo año David Lynch estrenó El hombre elefante [The Elephant Man], cuyo deforme personaje resulta aún más siniestro, si cabe. En cambio, un director como Woody Allen lo utilizará para reforzar su personal nostalgia por determinadas épocas y lugares, no sin cierta ironía, como certifican sus títulos Manhattan [1979] o Celebrity [1998]. Sólo en blanco y negro podía rodarse el homenaje al cine fantástico y de terror de serie B que es la película Ed Wood [1994], una cinta biográfica del tan patético director firmada por Tim Burton. Consciente del valor que el contraste lumínico proporciona al relato cinematográfico, Burton insiste en el empleo del blanco y negro en su último largometraje de animación, Frankenweenie [2012], un tétrico cuento que parodia la archiconocida historia de Frankenstein, idea con la que ya jugó —también en blanco y negro— en 1984.
Pero, sin ninguna duda, la cinta que ha recuperado para los espectadores de hoy la fórmula del cine mudo en blanco y negro ha sido The Artist [2011], merecidamente galardonada en la última edición de los Oscar con cinco estatuillas, incluida la de Mejor Película. Aunque ya antes del estreno de ésta Pablo Berger estaba trabajando en su particular versión del cuento de Blancanieves [2012], una obra maestra del cine español —ahora en busca del refrendo en Hollywood— que conjuga muy sutilmente los tópicos taurinos con algunos acentos surrealistas, la música incidental marcando la tensión del relato, los gestos comedidamente exagerados de los intérpretes —Maribel Verdú interpreta magistralmente a la malvada madrastra— y la cartelería de breve texto.
Apenas unas semanas antes se puso en pantalla El artista y la modelo, una película rodada en blanco y negro porque Fernando Trueba buscaba realizar un filme desnudo de toda artificiosidad. Se retorna así por la puerta grande a una práctica también excepcional en nuestra cinematografía reciente. Forzados quizá por el escaso presupuesto, los directores de Justino, asesino de la tercera edad [1994] rodaron una comedia de terror que sin duda tiene uno de sus pilares en el uso del contraste blanquinegro para proporcionarle consistencia a la historia de los crímenes de un puntillero jubilado. Sólo dos años más tarde se presentó a los Oscar Esposados, un corto que nuevamente combina el crimen y el humor.
Decididamente, el cine actual de calidad no precisa necesariamente del color. Basta con que sea eso: cine.
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