miércoles, 26 de diciembre de 2012

Algo huele...

Nariz oliendo un libro
Si dijera que añoro el empalagoso olor a Tarta de Fresa que desprendían los libros protagonizados por tan edulcorado personaje, estaría desde luego faltando a la verdad. Aquel aroma tan saciante me impregnaba hasta el hartazgo cuando, a causa de mis deberes bibliotecarios, pasaba por mis manos algún ejemplar de los episodios protagonizados en Fresilandia por tan edulcorado personaje, ya fuera libro, cinta de vídeo… Aquella saturación terminaba siendo una experiencia muy negativa, al menos para mí, muy distinta de la que me han proporcionado las páginas con las aventuras de Geronimo Stilton, verdaderos muestrarios de fragancias destinados a estimular el olfato de unos jovencísimos lectores. Es verdad que la incorporación de este sentido enriquece la experiencia de la lectura, como lo hacen las ilustraciones para la vista; bien lo saben quienes publican libros para prelectores centrados en el tacto o el sonido, pero lo cierto es que el aroma resulta mucho más sutil a la vez que potente. De ahí que en los últimos tiempos se haya potenciado el marketing olfativo (olfactory marketing) o smell branding, una estrategia invisible basada en la creación y gestión de odotipos que refuerzan la comunicación y la imagen de la marca.

En cierto modo, mi vida ha estado marcada por dos olores muy relacionados entre sí. De un lado, el olor a imprenta, originado por los disolventes, los barnices y las tintas que dejan sobre el papel huella de las pasiones y la sabiduría humana, y también de su estulticia; un olor que causa adicción y que, cuando por un casual recupero, me lleva indefectiblemente a las horas pasadas en talleres de prensa durante mis años universitarios, contando caracteres, midiendo cíceros, maquetando páginas… De otro, el cautivador aroma de los libros añosos, que el madrileño viento gris oreaba en aquellos mismos años —cuando aún se mantenían activas Doña Pepita y La Felipa— en la calle de los Libreros y que yo solía encontrar en la Cuesta de Moyano al revolver los puestos de libros de lance en mis sabatinas mañanas de aprendiz de bibliófilo. Aquel efluvio me parecía entonces de lo más embriagador, cargado de pretéritas y atractivas experiencias.

Con el paso del tiempo, los conocimientos adquiridos en la práctica profesional han restado cierto romanticismo a mi percepción del olor a libro viejo. Y es que tan hermoso aroma tiene su origen en los compuestos orgánicos volátiles que se desprenden en el proceso de desintegración de la celulosa del papel, muy especialmente la lignina. Tan prosaicas causas no son sin embargo inocuas, por cuanto este olor es comparable al de la cadaverina en la medida en que es síntoma de la irreparable descomposición de la materia vegetal del papel, como aquél otro lo es de la putrefacción de la carne. Afortunadamente, la técnica de la degradómica material ha permitido identificar hasta 15 marcadores para calcular el grado de deterioro de las colecciones bibliográficas, con lo que resultará más sencillo aplicar medidas de conservación en los primeros momentos de la degradación del papel.
Dado su carácter tanatológico, puedo comprender que haya quien esté interesado en eliminar tan característico olor de algunos viejos libros, aunque no estoy muy seguro de que introducir una hoja a la que se ha aplicado perfume sea la solución ideal. Mejor será airearlos y envolverlos en bolsas de plástico con hojas de romero si somos partidarios de los recursos caseros o en caso contrario emplear ozonizadores, procedimientos sin duda más prácticos y efectivos. Pero, aún con todo, el aroma del libro es algo consustancial al placer de la lectura, como lo es el tacto del papel. De ahí que quienes sentimos una pasión carnal por el libro —por el códice que ofrece voluptuoso el misterio de su interior al abrir sus páginas— nos mostremos aún reticentes al empleo de e-readers. Es verdad que desplazar el dedo por la pantalla es una caricia aún más sensual que la apropiada para pasar una página, pero tales dispositivos aún carecen de la capacidad de seduciros a través de la estimulación de los receptores olfativos. Por eso resultó tan atractiva como falsa la idea de un perfume con olor a libro nuevo para dispositivos lectores de libros electrónicos, un aerosol supuestamente ideado para disfrutar de las ventajas de los libros electrónicos con el tradicional aroma del papel. Pero la fortuna ha querido que al fin sea posible perfumar nuestros momentos más personales con el aroma del libro nuevo. Paper Passion es un perfume unisex “for booklovers” ideado por el diseñador  Karl Lagerfeld y el perfumista Geza Schoen a instancia del editor Gerhard Steidl, cuya presentación y fragancia parece satisfacer a los excéntricos amantes del libro tradicional. Y para los nostálgicos de las bibliotecas clásicas, el diseñador y perfumista Christopher Brosius creó ya en 2005 In the Library, una cálida fragancia amaderada ligeramente fresca que ofrece embotellada como agua de colonia y perfume de base oleaginosa, así como aerosol ambientador.
Por extraño que parezca, el maridaje entre bibliotecas y fragancias resulta un concepto sumamente atractivo. De hecho, las colecciones de perfumes para uso personal reciben tradicionalmente el nombre de “biblioteca de fragancias”, y como tal se ofrece en la web el conjunto de más de 250 fragancias que hoy comercializa la anterior empresa que fundara el ya mencionado Brosius, quien no en vano inició su formación como perfumista en las salas de la NYPL. La afamada casa Penhaligon’s comercializa un set con una selección de sus fragancias denominada Scent Library, términos con los que también se designa a una compañía oriental de perfumería. Incluso es así como se conoce la colección de aromas recogidos por los servicios de inteligencia de la desaparecida República Democrática Alemana —la temida Stasi — como instrumento de identificación para facilitar su labor represora. Ante este panorama, surge inevitablemente la cuestión:  ¿a qué deben oler las bibliotecas? ¿No sería mejor que, antes que a materia orgánica putrefacta, su olor fuese el de un aromático café?
Sea como fuere, resulta evidente que los aromas pueden potenciar o matizar las sensaciones que nos produce la lectura. Por eso no es de extrañar que se editen libros aromatizados o que, incluso, se comercialicen tintas aromatizadas.

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