Acabo de reincorporarme a la rutina laboral después de unos
escasos días de asueto: algo de playa y spa, un poco de deporte —con pequeña
lesión incluida— y otro tanto de baile… para descargar tensiones, reordenar el
sueño, estimular hormonas y recuperar el ánimo para afrontar una nueva
temporada de las habituales obligaciones profesionales e incluso nuevas
responsabilidades. Sin ver la televisión ni escuchar la radio, sin apenas consultar
el correo electrónico —desde luego, no el del trabajo— y reduciendo al mínimo
la utilización de las plataformas de redes sociales en Internet (seguro que mi índice Kloud se resiente).
Hace ya bastantes años, las fechas en que disfrutaba de
estas jornadas de asueto correspondían a la segunda quincena del mes de junio,
sin aglomeraciones y a precios aún razonables. Luego, el calendario escolar me
obligó a retrasar algunos días el comienzo de las vacaciones hasta que,
finalmente, he optado por demorar el viaje hasta el final del verano. Lo
cierto es que soy bastante tradicional en esto de los desplazamientos
estivales, escogiendo generalmente puntos costeros del Levante y el Sur
peninsular dedicados al turismo familiar, huyendo no tanto del turismo de beach parties como del turismo de pub crawl, cada vez más degenerado. Aunque debo confesar que mi preferencia queda para alguna escapada
—más breve pero no menos intensa— a Gijón, donde encuentro mar, montaña, urbe y
gastronomía perfectamente conjugados. Durante mucho tiempo he elegido para
estos días vacacionales diferentes destinos, lo que me ha llevado a visitar las
playas de Matalascañas, Torrox, Vera, Santa Pola, Dénia,
Moncofa, Salou, Tossa de Mar, Palma de Mallorca, Lanzarote... Sólo en
los últimos años he repetido estancia frente a las aguas del distrito marítimo del Grao deCastellón, aunque en esta ocasión —por haber dejado la reserva
para última hora— no me ha quedado más remedio quie desplazarme algo más al Norte, hasta Alcossebre.
Esta práctica me ha proporcionado una curiosa experiencia
sobre la oferta de la industria turística española, sumamente desigual en el
tiempo y en el espacio aun partiendo de condiciones aparentemente similares. Resulta realmente curioso cómo localidades muy próximas
entre sí explotan y “metabolizan” el turismo de muy diferente manera. Existen
lugares que en poco más de dos décadas se han visto saturadas de tal forma que
la industria turística ha tenido que colonizar los aledaños. Recuerdo una Playa
de Poniente de Benidorm —con la
de Levante ya saturada— apenas urbanizada, cuyas edificaciones sin embargo hoy alcanzan el término de Villajoyosa; o haber
visto la construcción de las entonces inexistentes playas de El Campello para
atraer a los bañistas que se amontonaban en Sant Joan d’Alacant. En cambio, la
saturación en Benicàssim no parece resultar tan agobiante —ni siquiera durante
la celebración del FIB—, conteniéndose la población flotante dentro de los límites
de la localidad, lo que resulta especialmente llamativo en el caso de las
playas más meridionales, que se confunden sin solución de continuidad con las
del Grao de Castellón, hasta el punto de que la vía que corre paralela al mar
mantiene en ambos municipios la misma denominación. Otro tanto ocurre entre
Benicarló y Peñíscola, si bien el primero no parece estar dispuesto a sufrir la
saturación de la localidad papal, que ha optado por prolongar la playa arenosa hasta
alcanzar las dunas del Norte y aún se empeña en la promoción incluso mediante
la localización de una exitosa comedia de situación en televisión.
Claro que esto no es todo. Por ejemplo, suele ser una queja habitual la de que los españoles empleados en hostelería y restauración no dominan otros idiomas extranjeros, lo que ha obligado —por ejemplo— a contratar a personal autóctono para atender a las nuevas avalanchas de turistas rusófonos —como los abundaban en la playa de La Pineda cuando estuve por allí—, generalmente dispuestos a dejar en nuestro país importantes cantidades de divisas. Sin embargo, no se escucha tanto de aquellos otros locales en los que no se esfuerzan por atenderte si no te diriges al personal en inglés —me ocurrió en Benidorm—, realizando así una peculiar reserva del derecho de admisión. Otra habilidad que he detectado es la de la variación de precios. Y no me refiero a la generalmente discreta aplicación de diferentes tarifas a los lugareños —práctica cuando menos indecorosa, pero sujeta a los cánones de la picaresca—, sino a la descarada modificación de los precios al alza en cuanto comienza la temporada veraniega, de modo que el mismo helado cueste —como pude comprobar en Mojácar— casi el doble a partir de la noche de San Juan. ¿Y qué decir de aquel hotel en el que a las 5 de la tarde continuaba la habitación sin limpiar o de esos otros de buffet aburrido, basado en el reiterado reciclaje de las sobras de días anteriores?
Obviamente, esto no es más que una percepción personal, una reflexión fruto de mi propia experiencia. Pero me parece evidente que no en todos los destinos la masificación turística produce los mismos efectos ni en todos los lugares se tienen en consideración todos los factores necesarios.
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