Pese a las noticias que sacuden la actualidad en estos días,
la vida cultural prosigue su ritmo rutinario, y con la primavera han brotado
aquí y allá las tradicionales ferias del libro que pueblan calles, paseos,
parques y jardines de nuestra geografía.
Son citas inexcusables para los amantes del libro, por supuesto, y de la literatura
en cualquiera de sus formas; pero también para todos aquellos que acuden a sus
casetas para cumplir un ritual rutinario como quien acude a la misa dominical
porque es lo que toca, para abrillantar ese barniz que disimula su indolencia
ante la letra impresa o para vaya usted a saber con qué propósito, tal vez
alguno inconfesable.
Con la colaboración de editores y libreros, bibliotecas y administraciones, algunas de estas ferias apenas suponen un humilde hito en el calendario cultural de una pequeña localidad, lo que en absoluto desmerece su valor como llamada a la atención de los vecinos. Otras proporcionan la oportunidad de acercar a la ciudadanía a algunos de los autores más nombrados en los meses previos, fomentando la cultura del libro y el hábito de la lectura con actividades más o menos numerosas y proporcionando nuevas experiencias a quienes osen emplear cuanto nos proporcionan las nuevas tecnologías. Sobre todas ellas, el gran evento madrileño, inmenso espejo en el que se reflejan y aumentan las virtudes y defectos de todas las demás, cuyo amplísimo programa de actividades no impide que las ventas declaradas se constituyan en instrumento de medida de las predilecciones de los lectores. El Paseo de Coches del parque del Retiro —o cualquier otro espacio urbano que albergue una de estas ferias— se convierte así en una gran plaza en la que los mercaderes del libro tientan a los viandantes con sus mercaderías y los titiriteros de la pluma cantan las excelencias de las obras de otros —o de las propias— sin rubor ni recato. Exposiciones, juegos, lecturas públicas, músicas y otros aderezos embellecen el propósito comercial —lícito, pero prosaico— de estos encuentros en los que no es razón menor para asistir el dejarse ver.
Al fin y al cabo, los autores que acuden a estas citas se
exponen impúdicos ante los posibles clientes como un reclamo para incrementar
las ventas, aceptando lo que de exhibicionismo tiene esta fórmula de promoción.
Todo sea por bien del negocio y el sustento del ego. Pero supongo que no
aceptarán de buen grado que llegue un jovenzuelo youtuber como ElRubius y se las lleve de calle con un conjunto de páginas titulado —para más inri— El libro troll.
¡Qué desfachatez!
En cualquier caso, y a pesar de estas críticas —a las que
debería añadirse el tradicional calor polvoriento que difícilmente amaina con
las proverbiales tormentas feriales—, cuando tengo oportunidad bajo al Retiro como
quien antaño bajaba al moro, para aprovisionarme de lecturas de cara al ocio
veraniego y —lo que es más importante— saludar a viejos y queridos amigos. En
esta última ocasión he tenido el placer de reencontrarme con Carlos J. Galán,
viejo amigo de correrías universitarias y hoy reconocido abogado laboralista,
amén de confeso atlético desde antes —incluso— del descenso a los infiernos. Autor
del blog La nota discordante —cuyo
seguimiento recomiendo—, confieso que de ese encuentro sólo me traje un sentido
abrazo y una conversación, pues los libros especializados que firma no encajan
en mis gustos de lectura (pero resultan de sumo interés para quien busque información laboral forense). En cambio, de quien sí obtuve firma fue de AntonioRivero, a quien conocí de librero en la capital hispalense y que, ya liberado
de las rutinas salariales, comparte su tiempo entre la traducción y la poesía,
los libros de viajes y las biografías, el cuaderno de bitácora Fuego con nieve
y la novela, género en el que se ha estrenado con Los huesos olvidados. Curioso personaje este amigo Antonio, a quien dedicó su libro otro escritor que por allí pasaba mientras era él
quien ocupaba su rincón en la caseta. En igual circunstancia estaba también el pirata emboscado José Javier Esparza,
a quien sin embargo ni pude saludar, asediado como estaba por una crecida masa
de lectores que esperaban ansiosos a la caza de su autógrafo.
Fue esta visita algo impulsivo y casi instantáneo, lo
suficiente para cumplir un rito comprometido desde niño. Para el deambular reposado,
sin embargo, elegí la feria burgalesa en el Paseo del Espolón, minúscula a su lado, pero igualmente llena de pasión
por la literatura y los libros.
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